¿Te has preguntado alguna vez, a quién se le atribuye la idea de ordenar en catálogos los libros que se ofrecen en las bibliotecas? ¿O cuándo, y por qué, se establecieron los diferentes géneros literarios?
En la antigüedad, sucedió una anécdota sobre un concurso de poesía, que aún se recuerda. Nos remontamos al siglo III antes de Cristo, concretamente a la desaparecida ciudad de Alejandría. Eran tiempos de Aristófanes de Bizancio, un sabio griego, bibliotecario de su Gran Biblioteca. Por orden del rey, formó parte, junto a seis refutados e ilustres personajes, en el jurado de ese concurso en cuestión. Caracterizado por una memoria prodigiosa, se cuenta de él que cuando leía un texto, lo recordaba de tal manera, queera capaz de identificarlo con la pluma de su autor e, incluso, el lugar exacto donde se encontraba dentro de las miles de obras diseminadas por la biblioteca. El ávido lector leyó todos y cada uno de los escritos existentes en aquel templo del saber. Durante las deliberaciones en las que se proclamaría al vencedor del certamen literario, con astucia, esperó a que el resto de miembros pronunciaron su parecer sobre los aspirantes. Entonces, el bueno de Aristófanes fue capaz de mostrarles con fundamento que solamente uno de aquellos literatos era el digno merecedor del premio, pues todos, a excepción de ese, habían copiado los versos.
Este episodio sobre el engaño y el plagio, elementos intrínsecos al mismo ser humano, podría haber dado que pensar al poeta y director de la Gran Biblioteca de Alejandría, Calímaco de Cirene, coetáneo de Aristófanes, considerado como el primer cartógrafo de la literatura y, por ende, el padre de los bibliotecarios. Quizá inspirado en los métodos de organización de las bibliotecas babilónicas y asirias de su época, dio un paso más allá, un paso decisivo que perdura a través de los siglos: la creación de un inventario, exhaustivo y ordenado, de las miles de obras escritas que yacían en aquella y maravillosa biblioteca.
Este erudito, descendiente de una familia noble, utilizando el alfabeto ordenó, autentificó y archivó los miles de textos, amontonados en los anaqueles de la Gran Biblioteca de Alejandría. Se cree que el listado de documentación alcanzaba los ciento veinte rollos; una verdadera barbaridad. El catálogo de Calímaco, (llamado los Pinakes, “las Tablas”), desaparecido por los avatares del tiempo, recogía cada obra que custodiaba, en perfecto orden alfabético, con una descripción breve sobre la biografía del autor (se tomó la molestia de investigar su lugar de nacimiento, el apodo con el que era conocido e, incluso, el nombre del padre). Elaboró, además, una lista completa de todas las obras de un mismo creador. Junto al título de cada libro se escribía una cita de la primera frase del texto, si se tenía la suerte de conservarse, con el objetivo de facilitar su identificación y, llegado el caso, de localizarla con facilidad.
Además de aquella prodigiosa invención, Calímaco de Cirene nos regaló la organización de la literatura por géneros. Hasta nuestros días ha llegado esa clasificación, que aún conservamos, de prosa y verso, en primer lugar, y la separación entre épica, lírica, tragedia, comedia, historia, oratoria, filosofía, medicina o derecho.
Como ves, las mentes brillantes de hace más de dos mil años, también fueron precursoras de la inventiva y del conocimiento. Hoy en día, clasificar cualquier cosa por orden alfabético es algo obvio e incuestionable. Gracias a Calímaco de Cirene, las bibliotecas, ese espacio de saber y cultura, tiene un orden lógico y universal.
Esta entrada del diario trae causa del maravilloso ensayo de Irene Vallejo: El infinito en un junco. Una obra magistral, de sobra conocida, que estoy leyendo a pequeños sorbos, antes de irme a dormir. Saborear lentamente cada pasaje me sumerge en el descubrimiento de la historia de los libros, aunando dos de mis pasiones: la historia y la literatura. Los años de estudio y dedicación que se entreven entre sus páginas han creado una obra maravillosa, y la pluma elegante de Irene, una verdadera delicia para el lector. Sin dudarlo, se está convirtiendo en uno de mis textos favoritos.
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